Izar beltz Zinekluba
K/ Medina de pomar, 9 (Irala)
En el primer piso de la Hegoetxea, junto a la taberna
Martxoak 17
19:00etan
Ciclo: Akira Kurosawa y la ruptura con la narrativa audiovisual
El infierno del Odio
Tengoku to jigoku
1963
143 min.
Parafraseando el cine de género
Es probable que si Akira Kurosawa hubiera nacido en Estados Unidos, la personalidad cinematográfica de este país sería otra muy distinta a la actual. En efecto resulta curioso comprobar la radicalidad de intenciones y planteamientos fílmicos de un cineasta anclado en una profunda pasión por los clásicos estadounidenses, aunque sin perder de vista ni por un segundo sus raíces autóctonas. Su mirada, ecléctica y revolucionaria, inmersa en un continuo afán de renovación, de romper con los moldes establecidos tanto en el cine japonés como en el del resto del mundo, posee el temperamento de lo disidente, la fuerza incontrolable del radical artístico.
De igual forma, su inmensa capacidad visual fruto de una insólita miscelánea cultural, contiene en su interior un implacable grito de guerra contra el cine preconcebido y topiquero de su Japón natal.
El estilo de Kurosawa, en definitiva, es un estilo híbrido entre varias posturas: un aparente acatamiento de los esquematismos genéricos que, convenientemente reconvertidos al terreno autoral, estallan en sorprendentes reinterpretaciones de los mismos; una herencia neorrealista que conduce una gran parte de sus films hacia una crítica social de impresionante verismo; por último, una poética iconográfica de apabullante belleza, yuxtapuesta a una historia a la que siempre añade nuevos itinerarios interpretativos.
El infierno del odio puede ser un caso semejante al de El idiota (Hakuchi, 1951), es decir, una de las obras menos valoradas de su autor pero, paradójicamente, uno de los films que mejor define su estilo, hasta el punto de constituirse en un auténtico paradigma de todo lo esbozado más arriba. En efecto, ésta película posee marcadas raíces que la enlazan a la etapa dorada del cine negro (la que ocupa toda la década de los cuarenta y gran parte de los años cincuenta) y, muy en especial, al cine de John Huston. Deudora, en varios momentos, de La jungla de asfalto (The asphalt jungle, 1950) sobretodo en los excepcionales claroscuros compuestos por Asakazu Nakai y Takao Sayito, El infierno del odio se constituye en un extraño epítome del género negro que, más allá de querer estancarse en los clichés y arquetipos más convencionales (1) propone en sus planteamientos cinematográficos un inabarcable número de vueltas de tuerca que convierten el punto de vista de Kurosawa en uno de los más innovadores del género, hasta el punto de transmutar las características oficiales del mismo.
Tenemos, por un lado, un procedimiento dramático que destierra los estereotipos y sitúa su mirada en la denuncia social. Al igual que en El perro rabioso (Nora Inu, 1949) la odisea policíaca no es más que una excusa argumental para exponer, desde una inquietante objetividad, el panorama marginal del Japón de los años sesenta. Ante ello, Kurosawa opta por la conjunción bilateral de los elementos planteados: un tratamiento visual que responda a las exigencias más tradicionales del cine negro y un contenido prudentemente alejado del género. Asimismo, su puesta en escena altera las constantes genéricas, encauzándolas por el camino abierto por Orson Welles en 1958 con Sed de mal (Touch of evil): la exposición de un universo hostil, directa proyección de los más esquinados rincones del alma humana; como Charlton Heston, el personaje de Toshiro Mifune inicia un desgarrador descenso a los infiernos, que lo hará enfrentarse con el verdadero carácter de un mundo alimentado por el odio y la angustia vital. De igual forma, el retrato de una sociedad que ha perdido su identidad, dominada por una atroz ansia de posesión y lamentablemente deshumanizada adquiere (sobretodo en la magistral secuencia final) una preocupación existencial, tan apartada del género negro como persistente en la obra de Kurosawa.
El infierno del odio es, con todo, uno de los retratos humanos más pesimistas y sórdidos de toda la obra del cineasta. Desligándose del hálito de esperanza frecuente en el cine neorrealista (sobretodo en las películas de Vittorio de Sica), y centrando su retrato social en la más directa denuncia, Kurosawa replantea su visión del ser humano como un ente que, si bien puede estar dominado por los excesos autodestructivos de la colectividad, no posee el más mínimo rasgo crítico y, por consiguiente, se encuentra a la deriva dominado por unas circunstancias que extraen de su interior toda su maldad congénita. Su bellísimo film Barbarroja (Akahige, 1965) inmediatamente posterior a éste, serviría de ejercicio de contrición a toda la negrura expuesta en esta película.
Obra compleja desde sus minutos iniciales, renovadora de fórmulas y destructora de tesis ortodoxas, El infierno del odio, por su modernidad intrínseca y la excepcionalidad de sus intenciones cinematográficas, merece una pronta reivindicación como una de las mejores películas de un genio del cine.
(1) Como hicieran algunos cineastas estadounidenses en los años sesenta, al querer exprimir todo el jugo a un género agonizante, explotando los recursos más socorridos y menos originales. Me refiero en concreto a directores como Sam Fuller o Budd Boetticher, ambos vinculados a la �serie B� y cuyos films negros (Underworld USA �1961– o The rise and fall of Legs Diamond �1960–, por poner un ejemplo de cada uno de ellos) resultan meras acumulaciones de tópicos, sin carácter propio.